El amigo traidor
Andrés salió a tomar el aire durante un rato. El ambiente en aquel local oscuro y con olor a rancio le estaba asfixiando. Era complicado mantener una conversación medianamente normal con esa horrible música de fondo que salía de aquellos altavoces, seguramente comprados en una tienda de artículos de segunda mano. Se encendió un cigarrillo y se lo empezó a fumar despacio, con los ojos cerrados, con la espalda apoyada en la fachada del garito. Hacía una buena noche, ni frío ni calor, la temperatura perfecta para vestir sólo una fina camiseta de manga larga. No paraba de entrar y salir gente de aquel tugurio, cada individuo de lo más variopinto. No comprendía por qué había aceptado la invitación de su amigo, ni menos aún por qué su colega había montado aquel negocio ruinoso y tan poco elegante. Desde luego, él no iba a ir más.
Se terminó el cigarrillo y decidió marcharse, sin avisar a nadie. No estaba para perder el tiempo. Bastante tenía con haber perdido el amor y la confianza en su mujer. Desde el momento en que todo se destapó, no había conseguido levantar cabeza. Dicen que una de las peores cosas que le pueden ocurrir a alguien es que le sean infiel con su mejor amigo. Si además, el amigo en cuestión está casado también, la cosa es de lo más inverosímil. Pero ocurre a diario. Le pasa a la gente continuamente. Nunca pensó que le podría suceder a él.
Caminó en silencio durante más de media hora, por las calles oscuras y solitarias del centro de la ciudad. Sin darse cuenta, fue a parar a una de esas aceras donde se concentran prostitutas por doquier, cada cual más desnuda. Estaba tan muerto por dentro, tan deprimido, que en lugar de fantasear con ellas y de tener pensamientos obscenos, las miró con pena, una a una, del mismo modo que se mira a un perro abandonado por algún malnacido. Ellas no parecieron ser conscientes de su mirada compasiva, porque le dedicaron palabras subidas de tono, insinuantes, cargadas de intención erótica.
Estaba a punto de doblar la esquina para abandonar esa calle, cuando una de aquellas mujeres le llamó especialmente la atención. Rubia, ojos claros, labios con un carmín rojo intenso, una mirada inconfundible. Era la esposa de su amigo traidor, el mismo que se había acostado con su propia mujer durante meses. ¿Qué hacía allí? A pesar de lo absurdo de su pregunta interior, no alcanzaba a entender qué hacía Eva así vestida (lo de vestida era sólo un decir), expectante, ofreciéndose al mejor postor. Enseguida, ambos se reconocieron. Ella bajó la vista y no acertó a decir ni una sola palabra. No obstante, su castellano no era muy fluido, a pesar de que ya hacía tres años que el amigo traidor volvió con ella de Rumanía, al finalizar unas vacaciones. Flechazo mutuo, les contaron a todos. Nadie se lo creyó, sobre todo porque a Eva nunca se la vio entregada ni feliz en un país que no era el suyo.

Andrés la agarró con suavidad del brazo y se la llevó a una zona apartada de la calle. Ella se echó a llorar, desconsolada. Le confesó entonces todo lo que llevaba años callando. No hizo falta preguntarle. El amigo traidor llevaba una década dedicándose a proporcionar chicas al dueño de un prostíbulo, que a veces las abandonaba en las calles, a su suerte, por ver quién picaba el anzuelo. Digamos que el marido de Eva era un chulo de segunda, demasiado cobarde para meterse de lleno en un negocio tan sucio y miserable, pero lo bastante indeseable como para sacar a una pobre chica de su país, con falsas promesas de estabilidad laboral y amor. Decir que se quedó impactado con aquel duro testimonio sería quedarse muy corto. Eva se abrazó a él, destrozada, mientras le pedía ayuda con su castellano atropellado. Él lo único en lo que podía pensar era en que no sabía qué le daba más asco: si el hecho de que quien fuera su amigo era un tipo de semejante calaña, o que su mujer se hubiese enamorado de esa rata. ¿Acaso no sabía a lo que se dedicaba? ¿Estaba engañada al igual que todos los amigos de su círculo?
Sin dudarlo ni un segundo, Andrés cogió a Eva de la mano y se la llevó a su piso de soltero, que había recibido como herencia de una tía materna. Le ofreció un té y ella se lo tomó, mientras temblaba sin parar, presa de un ataque de nervios. Fue a su habitación a por una manta con la que poder cubrirla, mientras ella se iba calmando poco a poco. De repente, llamaron a la puerta. Eva dio un respingo en su silla, sobresaltada, y le dirigió una mirada cargada de pánico. Algo no iba bien. ¿Alguien les había seguido?
Él se dirigió a abrir la puerta, al mismo tiempo que Eva se escondía dentro del baño. Andrés se topó cara a cara con quien había sido su amigo durante quince años, aquel a quien había prestado dinero en multitud de ocasiones porque era habitual que no tuviera suficiente para llegar a final de mes; el mismo que le había robado el amor de su mujer. Sin mediar palabra, el traidor entró en su casa, empujándole a un lado de muy malos modos. Les había seguido, sin ninguna duda, y tenía la certeza de que ella estaba allí. Entonces, Eva salió de su improvisado escondite y le estampó en la cabeza lo primero que encontró en el pasillo, un jarrón chino enorme, que se hizo pedazos. El miserable cayó al suelo, muerto.
Andrés entonces comprendió la magnitud de lo ocurrido. Se presentaba una noche demasiado larga. Suerte que despertó de pronto, alertado por el sonido del despertador. Miró a su esposa, dormida a su lado. Eran las once y media de la mañana del domingo. Comprobó su teléfono móvil: tres llamadas perdidas de su amigo, el traidor protagonista de la pesadilla que acababa de tener. Suspiró, entre aliviado y temeroso. Deseaba que no fuese otro de sus sueños premonitorios. Quizá, demasiado enrevesado para ser cierto. O quizá no.